Atados a la noche sin estrellas

Mientras arde Minneapolis tras el último susurro de un hombre negro, resuenan las palabras de Martin Luther King y las de Ibram X Kendi resultan imprescindibles. “Ser blanco es tener derecho a ser reconocido como individuo. Es tener derecho a la presunción de inocencia, al reconocimiento de tu inteligencia, a que empaticen contigo cuando lloras o estas furioso (..) Los individuos negros se ven privados de su individualidad. Privados de la presunción de inocencia. Privados de la asunción de inteligencia. Privados de empatía cuando lloran o se enfurecen. Privados de las redes de los blancos donde se intercambian oportunidades…”

De acuerdo con Kendi, la característica básica del racismo es la colectivización de los individuos y su conceptualización como grupo. Así, se seleccionan las peores características de unos individuos y se asignan al grupo completo. Por el contrario, seleccionamos las mejores características de los individuos del grupo al que nos adscribimos “nosotros” y se las aplicamos a la definición de “nuestro grupo” con ayuda de un lenguaje que siempre descalifica al otro por ser otro.

Clasificar es un acto esencial para la supervivencia del ser humano. En fracciones de segundo el cerebro interpreta si algo es peligroso o no lo es y toma una decisión, que no suele consultar, al respecto. Clasificar es higiénico, limpio, fácil.

Pero la vida pocas veces es aséptica.

Kendi contrapone el racismo al antirracismo que define como “la idea de eliminar el estereotipo sobre las razas. El comportamiento es algo que hacen los humanos por serlo no por pertenecer a una u otra raza.”

El paso de una sociedad racista a una que no lo es requiere del esfuerzo de los individuos que la forman para romper esa clasificación que aplicamos al otro y atrevernos a ver su individualidad.

Resulta terriblemente tentador asumir que en España no sucede. Que esto solo pasa allí, a miles de kilómetros, que aquí es suficiente con educar a buenas personas sin que sea necesaria una conversación honda y profunda sobre lo que hacemos con «el otro».

Ah! Pero no. El hombre grande y fuerte que yace ya inconsciente nos interpela. Sería mucho más fácil no verle, pero está ahí y nos pide su último favor. Nos pide que entendamos que el peligro es real pero el miedo no. El miedo es una opción y debemos trabajar para desmontar la creencia insertada a cincel desde nuestra infancia que nos lleva a temer al otro, que a veces es negro o de derechas o muy de izquierdas o nacionalista o vegano o taurino.

En la imagen de un hombre que ha perdido por haber nacido negro está en jaque lo que somos. Nos la jugamos si no entendemos el peligro que encierra la caja que construimos para enjaular al otro por ser diferente.

La labor de cada uno consiste en buscar al hombre que yace en el suelo, hundido, extenuado, condenado y sin aire para acoger su rabia, su dolor, su ira. Sólo entonces, cuando no apartemos la mirada, cuando aceptemos que esto también va de ti y de mí podremos convertirnos en los depositarios de los sueños que ya no cumplirá.

Me gustaría poder escribir que lo siguiente sería luchar hasta nuestro último aliento por hacerlos realidad, pero me temo que la historia de imágenes terribles que venimos atesorando demuestran que, por ahora, nuestro reto sigue siendo hacernos cargo.

Aun le debemos aceptar llenarnos los pulmones de su falta de aire, querer olerle, oír el sonido de un futuro que se apaga desesperado, sentir su abandono pegado a la piel hasta que la rabia que brote sea la nuestra.

Sin eso me temo que lo otro nunca llegará.

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