
Quien sabe que después de los julios llenos de ruidos y ciudad compartida llega el agosto de silencio y ciudad secreta, encuentra en el Madrid de agosto el mejor mes en el que vivir en la ciudad de los gatos.
Disfruto de los últimos días antes de las vacaciones en los que la ciudad, a pesar del asfalto hirviendo y de las temperaturas algo alienígenas de este año, o quizá tal vez por eso, permanece casi vacía y las personas con las que me cruzo parecen más un atrezzo quieto sólo para recordarme que no estoy sola.
Es un buen momento para decidir cómo volveré en septiembre. Qué quedará o habré aprendido de este año que empezó hace 42 grados y acaba de cerrar ahora unos Juegos lejanos y solitarios. Juegos en los que, sin embargo, he vuelto a soñar, a vivir un descenso en escalada o una subida por una pared de bloques. Un verano en el que he dado las gracias muy bajito a dos amigos que decidieron que el oro, como los mejores trozos de la vida, saben mejor a cuatro manos. Un verano en el que he visto quién elige responder con su vida al sueño que soñaron para sí mismos.
Pienso en cómo llegarán a casa, cómo les recibirá el silencio de su habitación cuando vuelvan sin ser ya los mismos. Igual Emma McKeon fue a colgar su chaqueta y el cordelito de una de sus siete medallas se enganchó en el botón de su abrigo de australiana en agosto. Y fue a soltarlo y en ese segundo se vio desde fuera como cuando tu vida no te pertenece, sino que le perteneces tú y puede que llorara bajito, por las horas entregadas al cloro en el que su espejo siempre tuvo de fondo el azul de la piscina. Puede que se le enredara el cordelito con la emoción del éxito conseguido, la del día después y el vértigo por el primer día siguiente.
Pienso en todos los que han vuelto sin cordelito que se enrede.
Pienso en Mireia Belmonte, igual ella quiso seguir arrastrando la maleta pese al dolor de su hombro. Porque mientras apretaba los dientes por el dolor de los músculos no tendría que ver que una tirita no te sujeta un sueño roto.
Pienso en que septiembre llegará y tendremos que decidir qué vamos a hacer con este 2021 que acaba y el 2022 que nos mira desde lejos preguntándonos qué estamos dispuestos a hacer diferente, que vamos a seguir haciendo y en quién vamos a apoyarnos para sostener los cambios que son ya ineludibles.
Pienso en todo esto y a la vez me doy cuenta de que necesito ir dejando el teclado y cambiarlo por el silencio de un mar que me mire desde décadas atrás y me asegure que encontraremos el camino juntos. Siento que llega el momento de ir a recargar mis baterías con abrazos echados de menos, risas de voces que aun son mi mejor nana y sueños susurrados bajo el cielo que sólo en la Costa Brava empieza a nublarse después de la luna llena de Santa Rosa.
Por la vuelta. Por la suerte enorme de tener tanto por hacer. Por la creencia compartida y la fe infinita en la “esperanza de lo posible”.
Juntos ¡podemos hacer tanto!
Felices vacaciones.