
Sucede en un instante.
Casi nunca teniendo, casi siempre siendo.
Cuando dos amigos, casi sin darse cuenta, tararean la misma canción. En medio de una discusión en la que de pronto se cuela la risa. En un sofá mientras uno salta y el otro toca la flauta. De noche, en un segundo de silencio cuando hace rato que todo quedó quieto. Es un instante en mayúsculas susurradas que hay que escuchar porque habla claro pero bajito. Es el momento justo en el que sentimos que tal vez las cosas sí cuadran. Es un suspiro, el espacio que media entre sentir y comprender. Es el momento en el que podríamos invitar al genio de la lámpara a una caña con aceitunas porque no necesitaríamos ninguno de sus tres deseos. Es una única nota que nos recuerda la fortuna que supone tener un latido más de tiempo. Es el momento en el que sentimos que no queremos estar en ningún otro lugar.
Estos días, a veces, cuesta más encontrar esos instantes. Hay que llenar la casa de botes de mermelada de los de tapa de cuadritos blancos y rojos para ir llenándolos de instantes atrapados. Porque esos segundos ya han sido nuestros. De alguna forma están archivados en la memoria de nuestro tiempo para venir al rescate en los días en los que frotaríamos la lámpara del genio hasta que nos saliera un callo. Hay que tener presentes esos latidos que fueron, que nos recordarán tozudos que sí, que los vivimos, que nos sentimos; que es cierto, que, a veces, no queremos estar en ningún otro lugar.
Quedará un bote medio lleno, con espacio. Estos días que no acaban de despegar nos pesan de golpe y hay que mirar ese espacio vacío y saber que sólo está esperando una invitación para llenarse. Hay que concentrarse para estar dispuesto a descubrir, escondida en mitad de la niebla de Madrid, una razón para respirar hasta sentir el final de los pulmones y vivir un momento pequeño y solo nuestro.
Uno en el que sintamos el agradecimiento a la vida que cabe en ese instante en el que nos sabemos afortunados por estar aquí y ahora y no en ningún otro lugar.