
Han girado el rosto y se han concentrado muy intelectualmente en escudriñar las nubes de octubre a través de una ventana que alguien, y no ellos, ha limpiado esta mañana. Y así han seguido, ensimismados en una frustrada melancolía. Qué miedo dan quienes no saben aburrirse.
Rescatando las palabras de Ortega y Gasset “Las revoluciones, tan incontinentes en su prisa, hipócritamente generosa, de proclamar derechos, han violado siempre, hollado y roto el derecho fundamental del hombre, tan fundamental que es la definición misma de su sustancia: el derecho a la continuidad.”
El ser humano ha luchado durante siglos para no estar condenado a empezar de nuevo, para tener un lugar al que volver. Qué ha pasado para que hoy no sepamos entender la suerte que supone abrigarnos bajo el mismo techo ayer y mañana. A qué vienen aquellos que se arrojan al mar sin saber nadar sino a buscar la misma casa para el lunes, el martes y el miércoles. Cuánto darían los que huyen sin mirar atrás, los que entierran tras “una larga enfermedad” por volver a cocinar albóndigas con arroz en la cacerola de siempre.
Desde un sofá mullidito y calentito imaginamos sueños no cumplidos. Insultando con la crisis de los cuarenta, los cincuenta o los nuevos veintidós a los millones de personas que no tienen hilo en la bobina para coser su ayer y su mañana.
Mientras llenamos las horas de sueño con retales de vidas impostadas, la nuestra guardada en un cajón, esperando a ser usada, del todo. Tenemos la enorme posibilidad de disfrutar de cada una de las elecciones, de aquellos hábitos decididos por los que, si es miércoles, hay pollo a la plancha porque mañana toca pescado con judías. Vistas desde el cielo hay un montón de ventanitas iluminadas que comparten la cotidianidad gigante de ir haciendo sus vidas, construyendo momentos pequeños para el recuerdo en los que se cuela la risa, una idea compartida, una conversación salpicada de pipas y vino tinto. Somos los que tenemos la suerte inmensa de estar tras esas ventanitas. No es la fortuna de todos ni el destino de demasiados.
Nos despedimos diciendo “hasta luego”, “mañana nos vemos” sin ser conscientes de la conquista que supone que, en la gran mayoría de las ocasiones, efectivamente, vayamos a vernos luego, mañana y el otro.
Defendamos nuestra vida, cotidiana y frugal, compleja y anónima con uñas y dientas. Costó mucho llegar hasta aquí. En la conquista del derecho a la monotonía, no hemos enterrado lo deseable, sino que la seguridad de la rutina nos ha dado la posibilidad de llegar a un presente infinitamente mejor que los sueños del pasado. No lo demos por sentado.