La primera conversación que tiene todo ser humano es consigo mismo. José Antonio Marina lo explica magistralmente.
“(…) nuestra inteligencia es estructuralmente lingüística: pensamos con palabras, transmitimos el conocimiento mediante palabras y organizamos nuestra acción mediante ellas. Ni siquiera podemos conocer lo que pensamos o sabemos hasta que no lo hemos dicho.”
Me gusta añadir “hasta que no nos lo hemos dicho”. Necesitamos explicarnos las cosas. Reflexionar, volver a pensar. La etimología de este verbo es reflectus, acción de doblar, curvar. Sirve para explicar lo que hacemos cuando analizamos un concepto hasta darle el sentido. Y se requiere tiempo; un espacio en el que explicarnos qué ha sucedido y encontrar cuál es nuestra opinión al respecto. El cerebro nos pide un relato, sin este proceso estamos abocados a utilizar el significado de otros. A ser rehenes, ecos de una voz que tal vez nunca fuera única.
¿Tenemos ese tiempo? ¿Nos damos permiso para tenerlo?
¿Dónde depositamos el tiempo que ahorramos con toda la tecnología a nuestro alcance? ¿A qué o quién le estamos quitando el tiempo que dedicamos a leer ciento cuarenta caracteres de otros? Me temo que a menudo ese tiempo nos lo robamos a nosotros mismos.
Nuestros pensamientos esperan agazapados a ser descubiertos. Como el David de Miguel Ángel en el bloque de mármol, están ahí, esperando a qué tengamos tiempo para averiguarlos, llegar hasta ellos y así atrevernos a ir siendo en base a convicciones propias.
Decía Blaise Pascal que «Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación.”
Nuestros pensamientos esperan, en su habitación a que vayamos a buscarlos y así poder dejar de ser copias de otros, atreviéndonos a ser nuestro original.
Busquemos tiempo. Atrevámonos a entrar en esa habitación.