
Tengo un truco.
Consiste en robarle momentos a la vida. Cuando nadie está mirando.
Cuando todos están ocupados empujando el día a día, me escapo por la puerta de atrás y me regalo un trozo de tiempo para mí. Un café a deshora disfrutando de la primera luz en el parque de la Villa de París. Un mediodía de lluvia que va limpiando mis pasos. Una conversación escondida del tiempo de los otros. La vida está ahí, preparada para que exprimamos todo su jugo. Sólo hay que sacar el tiempo. Para eso, antes hay que limpiar el calendario de aquello y aquellos que sólo lo malgastan dejándonos vacíos.
Es un pequeño esfuerzo para proteger minutos del despilfarro y atreverme a dedicarlos a quienes me los devuelven multiplicados de risas, sueños, cuidados y mimos. Sin olvidar, claro, ese puñado que escondo sólo para mí. Mis minutos, mi tiempo para respirar, imaginar, crear. Momentos de silencio, contemplación, paz, en los que puedo escoger la emoción en la que quiero habitar, el estado de ánimo sereno que me permitirá simplemente estar. Presente. Aquí. Ahora. Para todo lo que existe a mi alrededor, lo que veo y lo que sólo me acompaña. Escucho la música que me hace sonreír a un cielo que de golpe se ha pintado sólo para mí. Y me fundo, me disuelvo, soy sin límites. Parte de algo. Sin más. Sin menos. Uno de siete mil millones de latidos.
2022 nos mira expectantes. Poco a poco, estira una mano casi indolente hacia nosotros y nos invita a sacarle a bailar.
A por él.
Qué no queden ni las migas.