
Estás equivocada. Mi sensación es que esas palabras están siendo rugidas en mi oído.
Me hallo en medio de una discusión tormentosa con EL director. Sólo acierto a respirar, lento muy lento y mientras rueda la ronca tempestad, como diría Zorrilla, me atrevo a pedir:
“Por favor, podrías, aunque solo fuera una vez, decir que estamos viendo
este tema desde puntos de vista distintos en vez de decir que estoy equivocada. Me ayudaría mucho a no sentirme agredida”.
Silencio. Pero no del que amaina la tormenta.
“Podría, pero es que, en este caso, estás equivocada y yo tengo razón”.
¿Hasta cuándo estamos dispuestos a tener razón? ¿Cuánto vamos a castigar al otro? ¿Por qué sólo nos sirve acabar la discusión con una pieza de caza, tu opinión, ensartada en el tridente de mi razón?
En una discusión ¿qué papel le reservamos al otro? ¿Qué le pasa a la
relación cuando nos tratamos como contrincantes a abatir? El cerebro humano lucha cada minuto de nuestro día para mantenernos con vida hasta el siguiente.
Si se activa nuestra amígdala ya sólo nos quedará luchar, huir o quedarnos
paralizados. ¿Cómo de eficaz es una discusión así?
A menos que vaya a ser la última, y es carísimo perder un trabajo cada
semana o firmar el divorcio dos veces al mes, deberíamos cuidar del otro. Sí. También en una discusión.
En casa, con tu hermano, con tu madre o tu marido, con tu mujer o tu
compañero de trabajo ¿qué ganamos cuándo dejamos al otro sin ninguna
posibilidad? Solo le queda defenderse. Batirse en duelo por el orgullo herido, el ego sufriente. Y si queremos volver a mirarnos, tocarnos, hablarnos, entendernos ¿cuánto daño estamos dispuestos a hacernos? ¿cuánto tendremos que superar si nos permitimos llegar a la estocada final? Hasta donde queramos llegar determinará el punto de partida desde el que deberemos volver a construir.
En mitad de la discusión me siento hoy muy humana y me duelo pensando que voy a continuar defendiendo mi idea. Hasta que me oigo pedir hablar de puntos de vista en vez de equivocaciones. Me concentro en mi ira. Nace en el estómago, sube hasta abrazarme todo el cuello. Me tensa las muñecas y las rodillas. El corazón late deprisa y mi voz es curiosamente más grave pero no acogedora. Soy plenamente consciente de mi emoción. Y me doy cuenta.
He colaborado en esto. He permitido que la conversación llegue a un punto en el que ambos entendemos que sólo puede quedar uno. Tengo dos minutos para decidir con qué actor voy a quedarme. Y ya lo sé. Hoy voy a ser Sean Connery y él Christopher Lambert.
Al salir de la sala casi llegan los acordes… Who waits forever anyway?