
Necesito salir a caminar.
Aprendí hace años que, en momentos de demasiado ruido, mi cuerpo me empuja a liberar mi mente, en movimiento.
Buscaba y busco tiempo para hablarme, para escucharme, para entenderme. Al empezar a caminar, rápido, como si fuera a algún lugar al que llego tarde, voy soltando el peso de lo acontecido y los pensamientos sobre lo que vendrá.
Empiezo a estar presente. Me disuelvo y luego voy componiendo poco a poco de nuevo mi retrato
Me lleno del aire que me toca, mi cuerpo entiende la estación en la que esté, me mojo si llueve, siento frío o calor.
Voy dejando de caminar tan rápido y me lleno de miradas ausentes. Y de pronto en cada pasear me cruzo con una mirada directa, sincera que sin miedo ni pudor sostiene la mía. A menudo son miradas de personas mayores que creo que reconocen que estoy construyéndome de nuevo en un paseo. Nos saludamos entendiéndonos parte del mismo puzle.
Es mi momento de hablarme. De darme un tiempo para averiguar qué pienso, qué creo. Sólo desde la emoción y el lenguaje puedo poco a poco elaborar mi pensamiento, acompañarme en ir siendo yo.
Y es en ese instante en el ya no importa el ruido, las voces, los coches o el silencio absoluto, el calor de agosto en Madrid o la humedad fría de la Costa Brava en febrero cuando sé que ya puedo regresar a casa.
Vuelvo con el alma descalza y calor en el alma.
El paseo me ha vaciado de palabras y me ha llenado de sentido. Siento que todo tiene un porqué o no lo tiene y tampoco importa. He vuelto a mi lugar y desde ahí volveré a empezar mañana.